Había muerte por todas partes.
Muerte, agonía, llantos,
dolor, súplicas y sangre. Muhca sangre. Más de la que el negro polvo que levantaban
las bombas podía cubrir. Había disparos, el estuendro que causaba la guerra y cadáveres
por doquier. La gente aullaba con todo el aire de sus pulmones, como si el desgarrase
la garganta fuera a salvarlos de que una bala les atravesara el cráneo. Ingenuos.
Estúpidos necios, no gritéis. Corred, imbéciles, corred.
Suerte que Jade Swan no caía
en la tentación de desgañitarse a gritos. O más bien, no podía.
Pero dónde se habría metido
su violín. No podía dejarlo allí, estaba claro. Tenía que encontrarlo y marcharse
de inmediato. (Cómo echaba de menos a Didac en esos momentos. Él hubiera sabido
como encontrarlo. Y como derribar a ese soldado nazi también).
Un sonido, cerca de su oído
la paralizó. El de un seguro al retirarse. El de una muerte segura. Tragó saliva.
Notó gotitas de sudor recorriendo su cuerpo entero, mientras su corazón bombeaba
sangre a mil revoluciones.
—Ich
werde dich töten.
Y antes de tener tiempo para
darse la vuelta, una bala derribó al soldado nazi que le impedía el paso. Una bala
disparada desde su espalda que pasó rozando por su costado. No lo pensó más. Echó
a correr.
Mi violín. Mi violín.
Pero las piernas y el miedo
no le permitieron volver atrás.
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